Era el edificio más monótono en todo el vecindario. Era de un color marrón claro pero en las esquinas se le veía un borde de mugre que tenía un tono más oscuro de marrón. Tenía ventanas grandes estilo Miami. Muchos de los inquilinos dejaban sus ventanas abiertas por el calor. Martín era un muchacho que vivía en una de las pocas casas que quedaba frente al gran edificio. Uno de sus pasatiempos era observar a los interesantes habitantes de ese susodicho edificio. Todas las noches el se sentaba en el balcón con sus binoculares a pescar alguna buena historia que lo entretuviera durante sus horas de insomnio.
Una de las historias que más le había impactado era la de un viejo que vivía en el piso diez. Era uno de los días más claros de esa temporada; la luna se podía ver perfectamente situada sobre el edificio 80 de la calle Rusia. El viejo entro a su apartamento como a eso de las 9 de la noche. Tenía en sus manos varias bolsas de supermercado repletas de diversos víveres. Con cautela el comienza a sacar los vegetales y las frutas. Parecía que se preparaba para una fiesta. El pobre viejo vivía solo y casi nunca lo visitaban. Usualmente el pasaba sus noches leyendo o frente a la tele. Había sacado sus más finos platos, que no eran mucho que digamos, y los ponía delicadamente en la pequeña mesa que solo tenía espacio para dos.
El viejo parecía que estaba cantando una melodía del ayer mientras se cambiaba a un esmoquin color blanco. En la cocina parecía que tenía lista una cena para dos. Después de darse el toque final, perfumarse, el viejo busca en el armario un par de velas blancas. Apaga la luz de su cuarto y se dirige al comedor con una emoción infantil. Prepara todo en la cocina y comienza a servir la mesa. Pone un plato en cada lado. Con delicadeza toma una de las sillas y se sienta. Toma unos cuantos bocados y mira directamente a la silla vacía que se encontraba al otro lado de la mesa. En ese preciso momento Martín deja caer sus binoculares.
Cuando vuelve a mirar a la ventana del viejo ve una viejita sentada frente a él. Como si fuera un espejismo la viejita parecía haber salido de la nada. Terminan de comer y el viejo saca un tocadiscos casi extinto. La música se escuchaba claramente en la casa de Martín. Era una balada romántica del ayer, una de esas corta venas. Los viejitos empiezan a bailar lentamente y en un momento casi solemne se miran con dulzura a los ojos. Vuelven a sentarse en la mesa y continúan su fiesta privada. Así se quedan por muchas horas. El viejo seguía hablando, y hablando. Martín no tenía ni idea de lo que estaba hablando, pero solo mirarlos lo llenaba de alegría. Ya era muy tarde en la noche y el viejo seguía ahí. Eran ya casi las cuatro de la mañana cuando el viejo por fin se para y le da su chaleco blanco a la viejita. Martín vuelve a soltar los binoculares esta vez caen más lejos. Cuando vuelve a ver hacia la ventana, el viejo estaba sentado, pero esta vez parecía que estaba dormido. La viejita ya no estaba y la luna ya se encontraba detrás del edificio fuera de la vista de Martín.
El sueño por fin está llamando a Martín así que él se resigna a tratar de dormir. Pero, él se queda pensado en el viejito. Pensaba llamar a las autoridades y decirles que había posiblemente un viejito muerto en uno de los apartamentos del piso 10 del edificio 80 de la calle Rusia. Pero también sabía que de llamar a las autoridades tendría que explicar cómo obtuvo la información. A las autoridades no les gustaban los mirones así que decidió simplemente irse a dormir. A dormir solo otra noche, o mejor dicho otra mañana. Él no se acostumbraba a dormir solo. Todavía no se acostumbraba a ser viudo, a tan joven edad. Pero por alguna razón ese día durmió tranquilo, por primera vez no se dormiría con lágrimas en los ojos. Él sabía en su corazón que algún día entregaría su chaleco blanco y bailaría nuevamente con su esposa Rosa.
Fin.